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miércoles, 10 de octubre de 2012

UNA REFLEXIÓN SOBRE EL DESEO

El deseo es el hambre del alma. Análogamente al apetito, aumenta en relación a la distancia del objeto que puede satisfacer el menester; la exquisita presentación de éste vuelve más demandante su adquisición; si no se obtiene y no se satisface de otra forma, nos orilla a cometer actos muy nobles y en extremo reprobables para acceder a él; la necesidad expuesta nos puede llevar a la locura, al vencimiento de la dignidad, al dolor, al consumo del cuerpo por el cuerpo... y finalmente, si el menester insatisfecho es tal, a la irremediablemente muerte.

Al igual que el hambre, el deseo puede llevar a excesos voluptuosos, innecesarios para la supervivencia que, empero, parecen llenar algo vacío, algo menester que en verdad no existe. Cualquiera que sea el equivalente al estómago del deseo (apuesto por el sistema dopaminérgico) también puede expandirse y necesitar más alimento para ser llenado. La “obesidad” que provoca el deseo puede no percibirse físicamente, pero todos hemos escuchado de personas que son segregadas por el abuso de esta necesidad, que tienen problemas en toda índole de su vida, incluso en la salud.

El deseo duele, es una ausencia que arde. El objeto que llena el vacío arde también. El deseo es una llamarada, a veces sólo eso, que se apaga en cuanto se complace. Existen deseo tan efímeros como lo que tarda el cuerpo en llegar al orgasmo, o en descubrir un defecto en la persona deseada; y tan largos como los meses en que se consumen los químicos cerebrales. El deseo se extingue y se transforma en cotidianidad, tolerancia por lo antes deseado; algunos lo llaman amor, yo tengo mis dudas. La cotidianidad es la remembranza del anterior fuego y la esperanza de reencenderlo.

El deseo es un ilusionista que hace pensar en eternidades y en la realización de imposibles (“amor por siempre” y “cruzar océanos”, ¿les resulta familiar?). El deseo es un mentiroso, no crean nada cuando estén en este estado, en la cama se pueden decir cosas que no se siente y por deseo el más creyente traiciona a su dios y a sus creencias más arraigadas. El deseo es un incendiario, puede consumir a los amantes en un fuego que hace casi imposible ver más allá de la cama o el lugar donde se produce (un callejón si el deseo consta de besos), un fuego que consume lo que conocías y que te percatas cuando sales de él (como en el caso de una traición). El deseo es reincidente, puede sorprender a dos antiguos amantes y hacerlos caer de nuevo en sus llamas; también puede ocurrir en distintos momentos de la vida, así como se “enamoró” de ti, lo puede hacer de otras dos personas en su vida, no porque no te ame, ni porque sea un ser ruin, sino porque somos químicos en proceso y el cerebro tiene esta capacidad. Este amor químico es indómito.

El deseo es una reacción natural y deseable, pero inconveniente, la historia está llena de víctimas de él, de pueblos enteros que sucumben a la pasión de dos de sus habitantes o sus gobernantes. El deseo es un recurso de la evolución para que los animales, incluyendo el humano, se reproduzcan, ¿o creían que era casualidad que se involucren a las gónadas en este proceso?

El deseo no puede controlarse, sin embargo sí las acciones. Somos completamente responsables de darle rienda suelta o no. Decidir entre los pensamientos insanos en tu cuarto o las acciones lascivas en un hotel es estoico, pero el caminar las cuadras de tu cuarto al hotel requiere de voluntad y de decisión. Él nos puede hacer perder cierta perspectiva, pero no la noción de bien o mal, si entre la opción de hacer el bien o el mal, decidimos por el mal, no es el deseo el perverso.

El deseo es todo menos el culpable de nuestras decisiones, él está ahí, cumpliendo su función, es responsabilidad nuestra seguirlo o dejarlo pasar de largo. Al fin y al cabo, él no tiene la culpa de que sea inapropiado para nuestras sociedades ni para nuestras vidas.


All by Sergio Vergara.


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